Hola, me llamo Juan



Desesperación - Pablo Soro - Artelista




Aquellos dos hombres bebían codo con codo, sin mirarse a la cara ni intercambiar una sola palabra,  en la barra de uno de esos bares que huelen a suciedad y que solo son visitados por quienes no quieren encontrarse con nadie. Uno de ellos pensaba en cómo decir en casa que lo acababan de despedir; el otro, con un sobre del juzgado en la mano en el que decía que en dos días tendría que dejar su casa.
A estas que entró por la puerta un grupo de niñatos muy bien vestidos y con ganas de liarla. Ropa de marca y relojes que abultaban más que sus muñecas. Comenzaron a insultar a la dueña, una señora que veinte años atrás debió ser incluso atractiva. La llamaron foca; le dijeron a la cara que era un insulto a la vista; uno de ellos, el más chulito del grupo, le arrojó un billete de cinco euros al suelo a cambio de sexo.
Los dos hombres permanecieron como si aquello no fuera con ellos, al menos hasta que uno de ellos quiso otra copa y en el momento en que se la iba a servir la dueña del garito, le arrebataron la botella de ron. Sin mediar palabra, con la furia de quien no tiene nada que perder pues ya lo ha perdido todo, el hombre dejó el sobre en la barra y la dio un puñetazo a uno de los jóvenes. Los otros, en el intento por ayudar a su amigo, que había caído de culo en el suelo, empujaron al otro hombre, que se unió a la pelea. Puñetazos, un chico que vuela sobre una mesa, otro que golpea con su cabeza la desgastada barra con la ayuda de la mano de uno de los solitarios…
Cuando terminó la pelea, los dos hombres, por extraño que parezca, se sentían más felices; habían expulsado la tensión y por unos momentos olvidaron sus pesares. Con una botella de anís que les regaló la dueña del garito y apoyados el uno en el otro, pues a la borrachera había que sumar que también habían recibido su ración de golpes en la pelea, los dos solitarios caminaron por la calle Elvira. Se contaron cada golpe y cada instante con la misma sinceridad y falta de exageración que usan los pescadores o los jugadores de mus. Al llegar a Plaza Nueva y percatarse de que cada uno llevaba un camino diferente, el hombre del sobre dijo:
—Ha sido un placer, me llamo Juan. —Y dio un apretón de manos al otro solitario.
—Yo también me llamo Juan. ¡Felicidades!

—¡Felicidades! — Respondió con una sonrisa antes de comenzar el camino de regreso a la que por dos días seguiría siendo su casa.

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