El último paseo de María Sánchez
María
Sánchez había vivido los últimos noventa y seis años de la historia de España y
del mundo y además gozó hasta el final de una gran memoria, cualidad que
convertía en apasionantes las conversaciones que mantuve con ella desde que
tengo uso de razón; por si fuera poco, era una gran contadora de historias y
una analista política de primera categoría.
Hija
mayor de una familia de labradores bien situada, desarrolló desde muy niña un
gran sentido de la responsabilidad que hacía que se ocupase y cuidara de sus
hermanos e incluso de su padre. Las historias
sobre cómo su madre regañaba a su padre por salir de la casa con un carro de
trigo y regresaba con un solo saco de harina, debido a que por el camino se
encontraba a gente necesitada y era incapaz de no darles harina con la que
alimentar a sus hijos, marcaron su carácter; la convirtieron en una persona preocupada
por los más necesitados. Más tarde —ella lo contaba orgullosa— se enfrentó sin
miramiento alguno al alcalde, quien quiso invitar a una comilona a los amigos
con la comida que tenía guardada el Auxilio Social; pero no contó con que mi
abuela era la despensera y, pese a su juventud, se fue a por ellos para decirles
que les tenía que dar vergüenza comerse las viandas que habían recolectado para
que los niños cenaran bien en Nochebuena.
El
hecho de que antes de la guerra, su padre fuera objeto de un disparo con
perdigones mientras estaba sentado al fresco en la puerta de su casa, no
despertó el odio en ella y, pese a saber bien quién efectuó el disparo, jamás
nos lo contó a los nietos. Como ella nos decía, hay que ver el fondo de las
personas y no fijarse si son de izquierdas o de derechas o si tienen más o
menos.
De niña
conoció a Luis López, que era diez años mayor que ella, alto, fuerte, noble y
campechano. Durante la guerra, era a él a quien pedía que la acompañara a las
fiestas que se hacían con los militares, en las que otras señoritas del pueblo
se valían del todo por la patria para gozar de sus jóvenes cuerpos en una época
en la que los de mi edad creemos que no se había inventado el sexo. Con el
tiempo se hicieron novios y se casaron.
Mujer
guapa y presumida, nunca descuidó su aspecto y siempre iba bien vestida a todos
los sitios. Tenía una gran personalidad y su carácter podía resultar en algunos
momentos incluso algo seco, pues nunca fue amiga de falsos abrazos y besos ni
de lisonjas. Pero como decía: ella era María Sánchez delante del dueño del
cortijo y delante del gañán. Presumía de ser capaz de hacer que con sus manos y
una aguja, sus hijos fueran de los mejor vestidos del pueblo. De su carácter,
destacaban su tesón, su energía vital y unas enormes ganas de vivir sin miedo a
enfrentarse a lo que pudiera llegar, una fuerza de espíritu que hacía que
siempre estuviera con proyectos y cosas en la cabeza y que no temiera a nada,
una gran generosidad y un sentido de la justicia muy desarrollado. Además de un
afán por aprender cosas que mantuvo hasta el fin.
Su vida
era su familia y los valores que le ha inculcado, son su gran legado. Presumía
de sus hijos y mucho más de sus nietos; presumía de que fueran buenas personas,
queridos y respetados.
Para
mí era un gran referente; era esa persona a la que acudir cuando me sentía bajo
de ánimo y necesitaba reencontrarme conmigo mismo. Me iba a verla a su casa y
pasaba tardes enteras charlando con ella.
Hace
un mes sufrió una caída que le impedía por primera vez en su vida valerse por
ella misma. La impotencia, el negarse a convertirse en un estorbo y sobretodo
sus noventa y seis años, hicieron que su salud cayera en picado. Ella sabía que
había llegado su fin y se preparó para el momento. No se separaba de sus
evangelios ni de una estampa de la Virgen del Perpetuo Socorro que perteneció a
su padre y en cada visita, se despedía de mí por si era la última vez que nos
veíamos. El martes recibí la llamada de mi hermana mayor, que me decía que si
me quería despedir de mi abuela que me diera prisa. Lo dejé todo y fui a verla
a casa de mi tío Carlos, estaba sentada en el sillón con el oxígeno puesto y no
dejaba de abrir la boca para intentar que llegara algo de oxígeno a sus
enfermos pulmones. Ya había comentado, con su siempre despierta inteligencia y
algo de socarronería, que por qué todos la visitábamos en el mismo día. El
destino me hizo un gran regalo, pues pude ayudar a meterla en el que a la
postre sería su lecho de muerte; tuve la oportunidad de darle un gran beso en
la frente como despedida: ambos lo sabíamos y ella me lo dijo con la mirada
mientras yo acariciaba su mejilla y ella se afanaba por atrapar algo más de
aire.
Hoy
la hemos enterrado.
Sus
ocho nietos varones, tal y como ella nos había hecho prometer, hemos portado el
ataúd hasta la iglesia, vestidos con traje oscuro, camisa blanca y corbata
negra. Era el modo en que María Sánchez quería dar su último paseo y así
mostrar al mundo su legado: una familia que se afanó por mantener unida; una
familia de gente buena; la familia de la que me siento muy orgulloso de formar
parte.
En
la iglesia no cabía un alma e incluso la plaza de la iglesia se ha llenado de
gente que ha acudido a darle el último adiós. Es el fruto de una vida ejemplar,
coherente y respetuosa con todo y con todos.
Luis
López la habrá recibido y guiado y ella se habrá sentido muy protegida. Los
imagino como en una foto en la que, recién casados, paseaban por la Acera del Casino.
Descansa
en Paz María Sánchez.
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