Tras dejar el teléfono sobre la mesita de noche, Anita apagó la lámpara, cuya pantalla estaba adornada con motivos infantiles, y se quedó con la vista fija en el techo, tal y como solía hacer para repasar los acontecimientos del día. Se sentía muy feliz; había asistido al despertar a la vida de unos preciosos cachorros a los cuales adoraba desde el mismo momento de su nacimiento; la ternura con que se acurrucaban los unos en los otros; esa piel que les sobraba y que les hacía parecer osos de peluche animados; el beso que le había dado a uno de ellos. Fue entonces cuando cayó en la cuenta de que debería ponerles nombre: el mayor y más glotón de todos se llamaría Bob, en homenaje a uno de sus personajes de dibujos animados favoritos; para el segundo no tenía duda alguna, sería Gerónimo, como el intrépido ratón sobre el que tanto había leído; el tercero, que era el más pequeñito de todos, se llamaría a partir de ahora Bolt. La niña sonrió satisfecha hasta que comenzó a pensar en los nombr...